jueves, 18 de junio de 2015

Contribuido por el señor XX-34. La historia ocurrió probablemente en 2011.

Lo que voy a contar me ocurrió hace unos años. Por entonces estaba muy entusiasmado con el llamado tercer sexo. Lo veía en videos por internet, en publicidades de escorts, incluso en la tele siempre andaba alguno hablando del tema.
En fin, yo tenía curiosidad por saber cómo sería tener sexo con una travesti. No eran mujeres pero se las veía como tales. Esas formas femeninas, esas cabelleras densas, las hacían hermosísimas. No, con un hombre nunca me atrevería a tener sexo pero una travesti era casi una mujer. Es cierto que tienen atributo masculino pero quizá justamente por eso me deleitan. Mezcla de hombre con predominio de mujer, pensaba. Y no paraba de masturbarme por ellas. Dejé de pensar en mujeres y empecé a pensar en travestis todos los días. Bien femeninas, eso sí.
Hasta que un día no pude más y decidí ver a una. No es sencillo conseguir una travesti como amiga. Hay relativamente pocas y encima las pocas que hay ni miran a los hombres por la calle, salvo que sean muy hermosos, cosa de la que disto mucho. Por eso entré en una página de escorts, una exclusiva para el tercer sexo. No diré el nombre de la persona. Ni el verdadero, que no conozco; ni su seudónimo, que es muy conocido.
Así que partí a verla después de pactar una cita por teléfono. Me hizo pasar. Era más hermosa que en la foto. Una morena de unos 27 años, no los 20 que anunciaba su página web para atrapar incautos, esos que se desviven por las jovencitas. La habitación coqueta, con detalles infantiles quizá en exceso, pero cálida. Le expliqué:
—No pienses mal. No soy homosexual. Sólo tengo curiosidad de saber como es tener intimidad con un travesti.
—No, no, no, bebé. Nada de “un”... “una” travesti —me aclaró—. Porque me siento mujer, soy mujer desde la punta del cabello hasta los pies, bebé.
Aclarado el punto pactamos dos horas. No era barata ni mucho menos pero su figura, su cara, su pelo valían la pena. Me quedé.
—No tengas miedo, no te haré nada que no quieras.
Me quedé tranquilo. Sus movimientos y su sonrisa eran femeninos. Su voz no tanto; tenía un dejo de afectación, como algo forzado. En fin, nada es perfecto, pensé. Ignoré también su nuez, bastante masculina, así como sus manos que —aunque cuidadas, de uñas largas y pintadas de rojo fuego— no resultaban pequeñas. El resto era muy femenino, bien femenino. Sus senos artificiales eran preciosos, con buena caída. No dos budineras extravagantes como suelen tener ciertas vedettes de cuarta. Eran proporcionados a su estructura corporal. Bien pensados por el cirujano que se los hizo. En síntesis, era una mujer con pene, o al menos a mí me pareció. Por lo demás me resultó simpática, con buena onda. ¿Qué más podía pedirse?
Nos desnudamos. Dobló mi ropa como lo haría una mujer amorosa con su hombre, cosa que me encantó, y puso al lado la suya.
—Te haré gozar como ninguna te lo hizo, bebé —fueron sus últimas palabras antes de apretar su cuerpo contra el mío.
No se quitó unas medias de seda que tenía puestas. Quizá el día anterior no se habría depilado, tampoco me importó. O quizá se las dejó sólo porque la hacían más sexy. No sé. Me puso de espaldas sobre la cama y me dijo déjame hacerte… Mientras miraba el techo, sentí cómo atrapaba mi pene con su boca y jugaba con mi glande. Me masturbaba y usaba su lengua a modo de pincel en mi frenillo. Sus lamidas eran perfectas; sus labios, dulces al apretar a modo de mordida.
Imaginé que un ex hombre sabía más de esto que una mujer verdadera simplemente por haber sentido esas sensaciones en su propio miembro. Era divino cómo alternaba lamidas con succiones plenas. No dejó de lamer y usar su lengua entre la punta del glande hasta detrás de mis testículos. Mi excitación era tal que le pedí subir a la cama. Lo hizo poniéndose en cuatro patas.
Por fin iría a penetrar a una travesti como venía soñando. Era mi idea desde hacía meses y sólo por temor no me había decidido. Pero ahora sí, ahora tenía a esta mujer hermosa, me decía, con esas nalgas voluptuosas frente a mí, y su ano abierto que pedía ser ocupado. Así que me volqué sobre esa espalda, hermosa, suave. Amasé esas tetas compactas de debajo mío en tanto mi pene rozaba su entrenalga. Tuve un estertor de placer. Su aroma, su piel cálida, todo me pedía poseerla pero yo me retenía. Sentí que si la penetraba en ese momento me derramaría, acabaría a pleno. Y yo quería disfrutarla las dos horas convenidas, ni un segundo menos. Así que me limité a frotarla de atrás con mi pelvis, eso no me haría eyacular enseguida. Lo sabía. Conocía bien cómo funcionaba mi cuerpo de tantas experiencias con mujeres. Disfrutaría de esa piel y de esos senos hasta la última media hora en que sí la penetraría sin piedad. Quizá ese cabello largo se volcara sobre mí cara al sodomizarla desde abajo y aumentaría la sensación. Lo había hecho así con varias mujeres, con muchas mujeres, inclusive por el ano, ¿por qué no con esta maravilla?
De pronto se empezó a dar vuelta. Mejor, pensé, vería sus tetas hermosas durante todo el tiempo, las chuparía —cosa que hice— y la franela sería frontal. Una sensación nueva me invadió, nunca había hecho frotación de penes… así que bien, muy bien, no dejaba de ser excitante.
Gocé como nunca. Ella me fue envolviendo hasta tenerme de costado.
—Bebé, mi bebé… déjame volcarte —me dijo y yo obedecí.
Me puso en cuatro patas, yo dispuesto a gozar. Ella lamió mi espalda y bajó con rapidez hasta mi ano. Sentí que lo lamía con fruición, que no paraba de lamerlo y lamerlo. Me sorprendió esa sensación desconocida. Me daba cierta vergüenza pero me quedé porque el placer era muy, muy grande. Me empapó de saliva, sabía hacerlo, tenía técnica. Metió su lengua y jugó con su dedo en mi orificio. Grité. Su yema pasaba suave, lentamente, mi placer era inmenso. En un momento introdujo un dedo:
—Ay, es virgen, qué maravilla —fue lo que dijo.
Yo estaba enloquecido. Me dieron ganas de penetrarla, de descargarme. Pese a su mohín de enojo, aceptó que me diera vuelta mirando de nuevo hacia arriba y se extendió sobre mí de espaldas contemplando también al cielo raso. Frotó sus nalgas contra mi pene mientras preguntaba: ¿Así bebé?, ¿así te gusta? Nos unimos en un jadeo prolongado hasta que ella por fin se levantó y me dijo:
—Déjame a mí, ahora sos mi bebé, mi lindo bebito.
Y se arrodilló en la cama entre mis piernas abiertas y alzó mis rodillas a la altura de sus hombros. Me levantó las nalgas y bajó de nuevo la cabeza. Sentí un gozo enorme cuando volvió a tocarme el ano con la lengua. Estaba casi inmovilizado, entregado a su arbitrio. Penetró su lengua en mi ano. Ya no era un simple lamido, era un pedazo de su carne, de su cuerpo dentro de mi cuerpo. Di un alarido de placer que la puso a mil:
—Ay, qué hermoso culito virgen, putita. Estás divina, mi amor. Dale que te va a gustar... Quiero que goces. Vamos, déjate, yo me encargo —y lo dijo con voz ronca, sensual.
Escupió en mi ano mientras abría bien mis nalgas, que ya estaban casi invertidas hacia arriba. Ella en posición dominante, yo inmovilizado abajo y todo doblado en U.
—Vamos, putita, hazme caso que vas a gozar. Relájate, déjame penetrarte, dale —insistía con su voz acariciante.
Volvió a escupir en mi ano varias veces y a lamerme y a penetrar su lengua. Al fin me arrolló de arriba, mis rodillas en sus hombros, presionaba fuerte hacia delante y abajo. Sentí la punta de su pene en mi ano.
—Noooo, no lo hagas —le grité.
—Vamos, putita, te va a gustar, déjame hacértelo, mi amor. Déjame hacerte mía
Pero no me penetró. Podría haberlo hecho pero no lo hizo. Disminuyó la presión de su cuerpo y bajó de nuevo la cabeza hacia mi sexo. Chupó mi pene muy rápido, como al pasar. Lamió mi glande y siguió lamiendo hacia abajo hasta centrarse de nuevo en mi ano. Y ahí sí, su lengua no perdonó nada ni tampoco su dedo. Dedo y lengua, lengua y dedo, se alternaban para abrir mi ano virgen. Volvió a escupir con fuerza mi orificio varias veces más. Uno de los escupitajos lo sentí bien adentro. Tan adentro que me hizo saltar en horizontal. Entonces ya no pude más, me di vuelta ofreciendo mi ano y le grité:
—De una vez, por favor, de una vez... no demores más. Te deseo, no aguanto más.
Vi en el espejo su sonrisa perversa. Se volcó sobre mi espalda apoyando sus tetas bien fuerte, tetas que daban mucho placer.
—Bien, putita, bien. Te voy a coger como deseas. ¿Viste que era lindo? ¿Viste que no te haría nada que no quisieras? Ahora quietita, déjala hacer a mamá, bebé, mi bebé. Déjala que te lo haga bien.
Enseguida irguió su cuerpo bien a lo macho en tanto yo permanecía en posición de ele, como pasivo. Clavó la punta en mi ano. Sentí un dolor intenso que aumentaba. Sus manos agarraban firmes mis caderas. Su fuerte verga se veía perfecta en el espejo del costado. Su rostro perverso, en el que quedaba frente a mí hacia el pie de la cama.
—Ay, qué lindo culito. Qué culito virgen. Hermoso. Dámelo. Dámelo que te lo abro como un quesito, mi bebé…
Y fue penetrando pese a mis gritos de dolor. No lo hizo de una sola vez, no. Penetraba un trecho y paraba. Otro poco y paraba. Así avanzaba. Me tenía dominado desde atrás. Tan dominado que con su pene a medio camino en mi ano se dio el lujo de amasar sus tetas con ambas manos, cosa que le producía un placer evidente. Ya no había vuelta atrás, sería su putita como ella misma repetía una y mil veces. Cada vez que detenía su avance, mojaba sus dedos con saliva y los pasaba por la parte libre de su pene, la que aún no me había penetrado. No usó ninguna crema. Sólo saliva, persuasión y fuerza.
—Vamos, putita. Falta apenas un poquito para que te entre toda. No te vas a quedar así, sin conocer el resto... Vamos, que ya te termino. Dale que vas a saber lo que es coger con una chica traviesa. Y había perversidad en el tono. Me daba vergüenza pero ya era tarde.
El envión final fue terrible, pavoroso. Sentí un dolor intenso. Miré durante un segundo el espejo y vi su cara que se desfiguraba de gozo y maldad. Me estaba desvirgando a pleno. Me estaba…
—Sí, mi amor, sí. Te estoy rompiendo el culo, mi amor. Mi bebé… y bien roto, bien rotito… Así, así, como tiene que ser. 
Sólo le faltó decir como me lo hicieron a mí de chiquito. Su rostro tenía ya sonrisa de diablo. No sentí placer en mi ano, pero sí cuando sus tetas se apoyaron de nuevo en mi espalda. Sus lolas se frotaban y me dominaban dándome gozo. Su pene, en tanto, hacía el trabajo brutal, violento, sin placer para mí aunque supongo que enorme para ella y su sexo.
Pensé que me iría a eyacular en el recto pero no. En un arranque de histeria me la sacó con violencia. Me hizo arrodillar sobre la cama mientras se paraba delante. Me ordenó:
—Vamos, chupa, putita. Chupa a mamita que hoy te hizo bien putita. Vamos, chupa, chupa.
Ya estaba mareado de tanto dolor pero al ver esa verga tan fuerte, tan erecta, frente a mí, me dieron ganas de tenerla. Ella no dejaba de masturbarse frente a mi cara ni de insistir que la chupara, cosa que hice porque un fuerte agradecimiento me impulsaba a desearla. Así que succioné como nunca, mientras su torso se retorcía allá arriba. De reojo, la visión de sus hermosas tetas me dio más ánimo. La mezcla de mujer y hombre volvía a ponerme loco y no paré de chupar y chupar con ella pajeándose a full.
—Dale, chupa, putita, chupa bien. Chupa la verga que te penetró. No pares de chuparla.
Y de pronto lanzó el chorro en mi cara. Apenas si alcancé a cerrar los ojos. Lo hizo en medio de sus gritos:
—En la boca, vamos, en la boca. A tragarla de nuevo. Dale.
Agarró mi cabeza y yo, obediente, abrí mi boca y sentí su verga fuerte, dura, despótica. A los dos segundos sentí el chorro acre en mi garganta, me estaba copulando por la boca, se estaba acabando en mí en pleno paladar.
—Seeeee. Traga toda mi leche como buena putita, seeee… Así, así…
Después sacó su pene de mi boca y se fue a lavar. Me quedé solo, no sabía si me sentía feliz o no. Había ido a penetrar a una travesti y la excitación me había llevado a que me penetrara ella. Sentía mi recto dolorido y cierta depresión. Como si un vacío me invadiera.
Ella salió del baño como si nada.
—Ahí está el toilette libre, bebé —y se fue; descubrí que siempre decía toilette, le parecía muy fina esa palabra.
Mientras orinaba, escuché por la claraboya abierta que la travesti hablaba con alguien. Comprendí que era su pareja. El otro era el macho en esa relación pese a sugerir también en su voz un dejo de feminidad. Le preguntó cómo le había ido conmigo. La travesti le contestó que yo me había resistido al principio pero:
—Al final me lo cogí bien cogidito. Como siempre, ja, ja, ja. ¡Se creía que le iba a perdonar el culo por ser virgen! Ni loco, al contrario...
Su voz era grotesca. Las risas de ambos también. Ahí recordé que una prostituta una vez me advirtió:
—Sí, bebé, parecen mujeres pero son tipos disfrazados con tetas. Trabajé varios años con ellos en un puterío del centro. Ojo, son resentidos. Quieren volver putos a todos los hombres que caigan. No me preguntes por qué… No lo sé.
Ahora las frases entrecortadas de la claraboya indiscreta me daban la pauta. Algo de lo que aquella buena puta no se daba cuenta: necesitaban humillar a los machos tal como los humillaron a ellos. Nivelar hacia abajo era la idea. Cuando todos los hombres sean putos, las travestis seremos reinas parecían decirse. Sus risas lo corroboraban grotescas, insultantes.
No vi a la travesti al salir del departamento. Salió el novio a abrirme. Era algo encorvado, de unos 30 años, con seguridad un mantenido por ella. El tipo se dio el gusto de conocerme. Una sonrisa socarrona lo acompañó en el ascensor, y en la puerta de calle al despedirse. El te esperamos cuando quieras parecía traducirse como otro puto más en la lista y con éste van…
Y lo patético es que seguí visitando a esa travesti como un corderito. Aun hoy la sigo viendo y pagando su arancel, como gusta decir. Siguió haciéndome igual una y otra vez. Me ha hecho su pasivo por completo. Y lo peor es que ahora sí me da placer su penetración. Hay en ella un magnetismo animal que me obliga a humillarme y a caer bajo, muy bajo...



(Cazador cazado)

No hay comentarios:

Publicar un comentario