miércoles, 20 de mayo de 2015

Contribuido por la señora XX-23.

Una vez, allá por 1998, me pasó algo insólito: hubo uno que me hizo el amor en el jardín de un barrio parque en una ciudad de España que no voy a nombrar.
Pues que fue tremendo. Ese gordito, mi nuevo novio, me llevó para ese lugar porque supuestamente iba a buscar algo a su casa. En cuanto entramos a ese predio, especie de rotonda ajardinada, me apretó contra una pared y empezó a besarme el cuello y a desprender los botones de mi blusa. Y lo peor, a meterme mano bajo la falda. Yo, excitadísima.
—Llévame a tu casa. Vamos, llévame, que allá estaremos más cómodos.
Pero el tipo, nada, que me sube la falda y que me deja casi en cueros por arriba. Yo, aterrada.
—Vamos, no seas malo, llévame y seguimos ahí.
Pero el gordito nada, recaliente.
Y yo:
—No, no, acá no, por favor…
Y él:
—Sí, sí. Acá, acá, sí.
Yo sentía ruiditos en las puertas que estaban en derredor. Puertas que daban de frente a esa rotonda ajardinada. Hacia ella convergían casas muy bonitas, de cierto lujo, ¿se entiende?
De pronto el gordito me corrió la braga con el pene a un costado, Su pene era fuerte y grueso. Yo seguía sintiendo ruiditos en las puertas cercanas. Y ahí caí en la cuenta de que eran las mirillas. Sí, nos espiaban desde las mirillas. Se habían puesto a mirar al oír nuestra discusión. Creo haber gritado en los primeros escarceos. Así que miraban escondidos, se quedaron espiando. Pues que me daba cosa. Además había mucha luz. Era de noche pero las farolas estaban muy fuertes. Y no tenía modo de taparme la cara. Eran cinco las casas cuyas puertas convergían hacia el lugar donde estábamos haciendo el escándalo y, a lo menos, nos espiaban en ese instante desde tres casas a la vez.
—Para, para, que nos están mirando. ¿No te das cuenta?
Y el gordito que nada, que sigue y sigue.
—No puedo parar ahora —se dignó a decirme como de lástima el muy cabrón.
Recuerdo que sentí su grueso pene. En cuanto me penetró, llegué al primer orgasmo. Así, de parada, lo que nunca. Eso encima lo entusiasmó. Jadeaba y gritaba como un loco. Así que si alguien no se había dado cuenta pues ya estaba en primera fila. Tuve otro orgasmo y al rato otro.
Se oían moverse las mirillas que era un espanto. Y ya no sólo se oían, también se veían porque a menudo se notaban cambios de luz en todas ellas. Tal vez porque los que espiaban se corrían para que pudiera ver algún familiar o porque se cansaban y cambiaban de posición, no sé, pero lo cierto es que espiaban, que estaban ahí, que me veían semidesnuda y yo ni siquiera podía verles un pelo.
Encima una puerta se entreabrió y alcancé a ver que nos miraba una pareja. El gordito que me bombeaba como un depravado. Yo que trataba de taparme una teta pero que me era imposible porque él me sujetaba de los brazos y me sacudía contra la pared.
En medio de todo eso me excité más. Llega un momento en que pierdes todas las inhibiciones. Porque, ¿cómo puedo explicarlo? Me daba placer que me miraran, pero placer y vergüenza a la vez… Y eso me provocaba que no pudiera dejar de tener orgasmos. Y en cada orgasmo, el gordito se volvía más y más loco. Me eyaculó dentro y me siguió haciendo suya como si mañana se acabara el mundo.
Encima sin profiláctico, a pelo, como dicen por ahí. Yo me dije: falta que me dé vuelta y la completamos. Estaba empapada y no sólo entre los muslos… también en la espalda, el cuello, las axilas. Hacía calor, es cierto, pero los nervios, la situación, me hicieron transpirar como nunca. Descubrí que no sólo mojaba las bragas, sino que eyaculaba directamente, a chorros, por dios.
Y lo peor fue que este mal nacido, el gordito, ni nuevo novio, no vivía ni jamás vivió por ahí. Incalificable. Me quería follar en ese lugar, nada más. Para ahorrarse el hotel, seguramente. Y quizás, de paso, para alardear delante de medio mundo…


(La rotonda ajardinada)

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